El contrato social (Jean-Jacques Rousseau) [Entrega 6]

- Capítulo 6: Sobre el pacto social.

Supongo a los hombres llegados a un punto en el que los obstáculos que dañan a su conservación en el estado de naturaleza se imponen, mediante su resistencia, a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. A partir de ese momento ese estado primitivo no puede subsistir y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden generar nuevas formas, sino tan sólo unir y dirigir las ya existentes, no tienen otro medio de conservarse que formar, por agregación, una suma de fuerzas que pueda superar a la resistencia, que pueda ponerlas en movimiento con miras a un único objetivo y hacerlas actuar de común acuerdo.

Esa suma de fuerzas no puede surgir más que de la cooperación de muchos: pero, siendo la fuerza y la libertad de cada hombres los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo puede comprometerlos sin perjudicarse y sin desatender los cuidados que se debe a sí mismo? Esta dificultad respecto al tema que me ocupa se puede enunciar en los siguientes términos:

"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado y mediante la cual cada uno, uniéndose a todos los demás, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes". Éste es el problema fundamental que resuelve el contrato social.

Las cláusulas de este contrato están tan determinadas por la naturaleza del acto que la más mínima modificación las convertiría en vanas y anularía su efecto, de manera que, aunque posiblemente no hayan sido nunca enunciadas formalmente, son las mismas en todas partes y en todas partes están tácitamente admitidas y reconocidas; salvo violación del pacto social, en cuyo caso cada uno recupera sus derechos originarios y su libertad natural y pierde la libertad convencional por la cual había renunciado a aquélla.

Estas cláusulas bien entendidas se reducen todas a una sola, a saber: la alienación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad: porque, en primer lugar, al entregarse cada uno por entero, la condición es igual para todos y, al ser la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás.

Además, al realizarse la cesión sin ningún tipo de reserva, la unión es lo más perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar: por el contrario, si los particulares conservasen algunos derechos, al no haber ningún superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, y al ser cada uno en algún aspecto su propio juez, pronto querría serlo en todos, de forma que el estado de naturaleza persistiría y la asociación se convertiría, necesariamente, en tiránica o inútil.

Finalmente, entregándose cada uno a todos, no se entrega a ninguno y, como no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el mismo derecho que se cede sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.

En consecuencia, si eliminamos del pacto social lo que no es esencial, nos encontramos con que se reduce a los siguientes términos: 'Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como parte indivisible del todo'.

De manera inmediata, de este acto de asociación surge, en lugar de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe por este mismo acto su unidad, su 'yo' común, su vida y su voluntad. Esta persona pública, que se constituye así gracias a la unión de todas las restantes, se llamaba en otro tiempo 'ciudad-Estado' (*), y ahora recibe el nombre de 'república' o de 'cuerpo político', que sus miembros denominan 'Estado' cuando es pasivo, 'soberano' cuando es activo y 'poder' al compararlo a sus semejantes. En cuanto a los asociados, reciben colectivamente el nombre de 'Pueblo', el de 'ciudadanos' en tanto son miembros de la autoridad soberana y el de 'subditos' en cuanto están sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden con frecuencia y se utilizan unos por otros; basta con saber distinguirlos cuando se emplean con precisión.

(Notas):

(*) El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo entre los modernos; la mayoría confunde la ciudad con la ciudad-Estado, y al burgués con el ciudadano. Ignora que las cosas forman la ciudad pero que los ciudadanos integran la ciudad-Estado. Este mismo error costó caro en otro tiempo a los cartagineses. Jamás he leído que el título de 'Cives' haya sido otorgado nunca a los súbditos de ningún príncipe, ni siquiera antiguamente a los macedonios, ni en nuestros días a los ingleses, a pesar de que se hallan más cerca de la libertad que todos los demás. Tan sólo los franceses utilizan todos familiarmente este nombre de 'ciudadanos', porque no tienen ni idea de su verdadero significado, como puede verse en sus diccionarios; de no ser por ello cometerían, al usurparlo, un delito de lesa majestad: este término expresa según ellos una virtud y no un derecho. Cuando Bodino quiso referirse a nuestros ciudadanos y burgueses, cometió una grave equivocación al tomar a los unos por los otros. M. d'Alembert no se ha equivocado y ha diferenciado correctamente, en su artículo "Ginebra" los cuatro órdenes existentes (e incluso cinco si contamos también a los extranjeros) en nuestra ciudad, de los cuales solamente dos constituyen la república. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha comprendido el verdadero significado de la palabra 'ciudadano'.

(Traducción de María José Villaverde, Círculo de Lectores)